lunes, 5 de mayo de 2014

Detrás de cámaras de Parchando el dolor

Ya tenía más de un año viviendo sola en un pequeño departamento "el huevo" cuando comenzó el nuevo dolor.  Empezó poco a poco,  consumiéndome la energía, fue incrementando conforme me iba robando más cosas.  Un día, alguien se dio cuenta que no podía atenderme sola y me llevó a casa de mi mamá, para que ella y mi nana me ayudaran.

Los resultados de estudios en los que no se revelaba algo mecánico en mi espalda que requiriera arreglo inmediato, incrementaba el miedo y la incertidumbre.

Seguro que en algunos post de este blog, he comentado que cuando una crisis de dolor me dura más de 4 o 5 días, me empiezo a desmoronar emocionalmente.  Es una especie de cansancio por correr y correr, no llegar a ningún lado y tener que seguir corriendo sin posibilidad de descanso. 

El dolor cansa y satura.  Después de casi un mes de estar con ese intenso dolor pedí ayuda a mi hermana mayor y su marido, para que me ayudaran a pensar sobre el paso que debía dar. Fue una especie de auto declaración de no ser apta en ese momento para tomar decisiones en relación a ese dolor.  Ya era demasiado dolor y cansancio. Pedir ayuda así se sentía más como humillación que como humildad, sin embargo, hicieron un amoroso e impecable trabajo que me hizo olvidar ponerle calificativo a mi S.O.S.

Podía buscar doctores nuevos, aunque me sentía incapaz de soportar algún viaje mayor a 30 minutos.  Podía hospitalizarme para que ahí hicieran pruebas sobre qué podía ayudarme. Y seguro podía hacer otras cosas que ya mi visión no alcazaba a distinguir.

Se intentaron ajustes al tratamiento hasta que sucedió la hospitalización. Mientras ésta duró, me di cuenta de que había esperanza. ¿Que cómo lo supe? Por la amorosa visita de cinco de mis sobrinos del corazón y sus regalos,  por la fuerza y presencia de mi mamá, mi hermana mayor, mi nana y mi tía, por los mensajes de apoyo de amigos, y por aquellos que decidieron visitarme aún sabiendo que tal vez no encontrarían mi sonrisa, sino a una amiga que se sentía completamente vencida.

Cada presencia era como una bocanada de aire. Sentía que no tenía ya fuerzas para seguir, ni ganas de tenerlas, no si eso implicaba seguir sintiendo ese dolor. Pero hubo personas que me acompañaron y su solidaridad le dio un poco de paz a la espera de algún tratamiento que me controlara el dolor.

Un día, recibo la llamada desde el extranjero de mi hermana menor.   Me pidió que pusiera el altavoz y que les pidiera a mi mamá y a mi otra hermana que se acercaran a mi cama. Así, sin mayor preámbulo, dijo "estoy embarazada".  Gritamos, reímos y lloramos, porque fue claro para todas que nuestra familia recibía vida, un milagro y grandes bendiciones.

Si mis sobrinos del corazón, mi sobrina del alma (o de sangre como ella se define) me inyectaban vida, saber que venía una vida a través de la que era mi "hermanita" fue la luz que iluminó el camino incierto en el que me encontraba atrapada.

No compartiré mi experiencia con algún tratamiento en este post.  Simplemente tenía pendiente poner en palabras lo que en mi corazón se tatuó aquellos días en que vivir con dolor era especialmente desesperanzador. 

¿El resultado?  Esperanza y fuerza.  El doctor dio con el medicamento que me controlaba el dolor. Cada compañía, cada beso, cada abrazo, cada mensaje, me regaló fuerza que en suma logró ser mucha.  Y la buena nueva me devolvió la Fé en un Dios que no me había abandonado. 


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